Barcelona se quedó
allí mirando al mar, de espalda a las montañas o eso creí yo ver. Hacía calor,
pero por la calle Muntaner soplaba una brisa acariciante. Respiré los efluvios
que venían del mar y la letra de una canción romántica se apoderó de mis
pensamientos: “mirando el mar soñé que estabas tú mi amor…”. Siempre es
reconfortante pensar en positivo y en el otro, que podría estar y no estar y
nunca se sabe si estando sería tan placentero como se sueña o como se desea.
Después, la ciudad palpitante con sus semáforos y sus aceras de siempre y sus
anchas avenidas y mi reloj marcándome los pasos. El hotel donde me hospedo se
levanta furioso con sus quince pisos sobre un cielo tan azul como el de
Sevilla. La habitación es acogedora llena de espejos que multiplica los
objetos. Me parece una buena ciudad para vivir, para ganar otra vida en alguna
tómbola y afincarse aquí y ponerse el mundo por montera. Pero, ¿y las raíces, y
los hijos, y la familia…? ¿Y yo? Es cuestión de perderse por la feria de la
vida y disparar con certeza a ese objetivo que te premie con una segunda
oportunidad. El AVE me devuelve de nuevo a Sevilla. Corre a trescientos
kilómetros por horas. No es hora de pensar sino de dejarse llevar y cruzar los
túneles, los Pirineos de Lleida, la llanura de Castilla la Nueva, los túneles
de Sierra Morena y las huertas de las riberas del Guadalquivir, para seguir
avanzando hacia el sur, hacia casa, hacia el pan nuestro de cada día, hacia
esta segunda piel que me envuelve con sus paredes y sus ventanas, con mis
plantas de sombra y mis plantas de sol. Mañana será otro día.
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