DESPLIEGA PESTAÑA

miércoles, 2 de enero de 2013

PARÍS

Amanecía sobre París. Aterrizábamos. “Abróchense los cinturones…”, repetía una voz femenina. La línea del horizonte era una franja de fuego, el sol no tardaría en aparecer. El avión descendía y las casas a dos aguas cercanas al aeropuerto parecían una especie de triángulos rojizos. Mis tímpanos dejaron de funcionar y ensordecí como si hubiese penetrado en un túnel de silencio. Y allí estaba París: su glamour y sus mendigos. Los trenes subterráneos me avasallan. La gente corre, vibra, el acordeonista reclama su moneda con canciones románticas. El tiempo se detiene en el subterráneo y la llegada y la salida de las estaciones muestra una población plural y cosmopolita. Los blancos y los negros visten de negro. El metro es un refugio, una necesidad, un albergue para resguardarse del frío. Una pareja de enamorados demuestra su pasión o su ternura de forma despiadada para los solitarios. Y la gente se arremolina alrededor de la barra del pasillo y observan y comparten sus miradas esquivas, otros leen no se sabe qué historias. Las paradas, la voz anunciante, los chasquidos, los silbos del convoy, el aire gélido de la puerta que se abre en las estaciones. Los jóvenes, rápidos y funcionales que parecen muñecos de goma bajando y subiendo las interminables escaleras. Esto es un ballet con pasos marcados y habituales, con movimientos pertinentes para llegar a tiempo al destino previsto. París, la torre, el arco, el río y el acordeón y el organillo, es también un cartel con chicas pintadas de colores y vestidas con sus cancan. Esta ciudad del frío y del aire gélido, es también un baile, un duelo, una batalla por tomar la Bastilla y sentarse al sol a celebrarlo.

María del Valle Rubio 


(Diciembre, 2012. Enero, 2013)

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